Con cariño a los amigos de infancia en Siltepec.

Las clases matutinas en la escuela primaria estatal “Angel Pola” habían terminado ese día soleado de abril, salimos jubilosos en busca de casa, quizá, por la costumbre ó tal vez por el aviso del estomago, pues, como dijo mi paisano el poeta, “estaba lleno de hambre”, los del barrio Las Nubes íbamos juntos, un poco para ir jugando; otro, para hacernos fuertes y defendernos de las maldades del Dago, quien siempre gozaba al humillarnos, basado en su mayor edad y fortaleza. Así, caminamos cada quien a su casa: El Derli alias Pishuta, el Rafa, el Mito, el Paco, el Rubén, el Milo, el Raymundo y el Ratón que era yo, cuando nos despedimos, sólo acordamos la hora y el lugar a donde nos veríamos esa tarde, en La Loma o en La Poza.

-¿Trajiste tus canicas?-, preguntó el Pishuta, -si, aquí las tengo-, y yo orgulloso, enseñaba aquella bolsita, la cual Mamá me había hecho con retazos de mezclilla, pues, a veces le sobraba cuando cosía algún pantalón, allí, guardaba mi valioso tesoro. La mayor parte eran de vidrio aunque pequeñas, también tenía algunas medianas, a las que llamaba Tiradoras; -Pongan sus entradas, cada uno ponía en el ovalo, el cual estaba trazado en el piso de tierra, una canica, después, como a tres metros se trazaba una raya, todos y en debido orden, desde el ovalo, tirábamos hacia esa línea; así empezaba el juego. La cercanía a dicha línea, otorga el derecho al primer turno, el objetivo era sacar las canicas de esa figura dibujada en el suelo.

Así estábamos toda la tarde, aunque la oscuridad empezaba a abrazarnos, entonces, mi hermana aparecía parada frente al campo de juego, inquiriéndome, -ya debes irte a casa- te habla Mamá, molesto, en contra de la voluntad, nos retiramos, regresar a casa a cenar y dormir para nuevamente acariciar en sueños el mosaico de juegos del día siguiente.

-A la siguiente tarde, dijo el Paco, ahora, montaremos los caballitos de palo, hechos con carrizo, arrancado con su raíz, donde moldeábamos la cabeza de mi Alazán, montado en él, corría y corría, sentía volar, estaba seguro, podía volar. En Semana Santa, a jugar “tipachas de cera,” cuyo material nos regalaban las abejas, grandes duelos se daban cuando nos enfrentábamos. Pero en tiempo del día de muertos, cuidado, debía estar pertrechado con varios barriletes o papalotes, porque en ese día deberían competir, a ver cual era más vistoso y volaba muy alto.

Todo eso sucedía en aquel recóndito pueblito de la sierra, ubicado justo a la mitad de su falda, porqué ahí, fue cuando mi llanto irrumpió su silencio, había nacido ese niño quien recibió la sonrisa de la vida, un día de febrero.

Viví con mis padres y hermanos, separado de mi abuelo materno, por la noche, mi madre
decía a los niños mas grandes, -¿”hoy a quien le toca ir a dormir con el abuelo”?,- él, vivía solo, y padecía excesivos fríos. Tal vez por las reumas que lo acompañaban, cuando estaba acostado se enfurecían y tocaban con fuerza sus huesos, mi abuelo realizaba una serie de malabares de botica para atenuar ese malestar, cuyos dolores arrebataban el sueño de la madrugada. Se untaba, linimentos, petróleo, limones, no se cuantas pomadas y grasas en sus coyunturas, yo, sólo observaba, después, dormía..

Aquellos fueron días tan mágicos; A mi paso sobre aquel empedrado donde el viento se enredaba en las ramas de los arboles, aunque después se iba, para escuchar los trinos de esas aves canoras, luego, sus noches estiradas de frio donde los perros aúllan, mientras el agua golpea las peñas, a la orilla del pueblo.

En domingos me iba a la plaza, paseaba en el parque, veía a las muchachas quienes estaban alegres y guapas, escuchaba música de marimba, saboreaba aquellos frutos entregados por la naturaleza; Quizá, para hacerme fuerte ante la adversidad. Todo eso sucedía, allá en mi pueblo.

Edilzar Castillo.

Imágen tomada del sitio oficial del H. Ayuntamiendo de Siltepec.

COMENTARIOS

 

Tags: ,