El viaje fue largo y sobre caminos malos y polvorientos, bajo un sol abrasador. Clavel tenía sed, mucha sed, y además estaba mareada y su herida le dolía terriblemente. Ya no podía acercarse a Clavelín que se había caido al suelo y en cada vaivén del vehículo sufría las pisadas de los pesados animales.
Después de una eternidad, avanzada ya la tarde, el camión llegó a la ciudad y entró a un recinto donde habían muchos corrales. Unos muchachos armados con palos se subieron al vehículo y a fuerza de golpes hicieron bajar a los animales. Clavelín, que estaba como atontada, tropezó y cayó entre el camión y la rampa. Los muchachos tomaron unos garfios y enterrándolos en la carne viva del ternerito, lo sacaron.
El pobre Clavelín se había quebrado una pata en la caída y renqueando con atroces dolores, se arrastró hasta el corral. Había quedado separado de su madre, que estaba en otro corral más allá, tratando inútilmente de saltar la división para llegar al lado de Clavelín. La sed se hizo insoportable, pero en ninguna parte había una gota de agua. Su herida se había infectado y el dolor y la desesperación casi la volvían loca. Además sentía un extraño olor a sangre que flotaba sobre todo el recinto como una nube invisible.
Ya era de noche. Clavelín, que en la mañana aun había sido un ternerito feliz y juguetón, se había convertido en un montón casi inerte que yacía en el suelo, adolorido, agotado y cuya pequeña mente estaba embargada por el miedo, un miedo tan enorme que parecía hacer saltar de las órbitas sus ojos que fijamente miraban aquel rincón del vasto patio de donde salían mujidos desesperados de Clavel.
Poco después del amanecer volvieron los muchachos con sus garrotes y uno a uno sacaron a los animales de los corrales para hacerlos entrar al edificio del cual salía el espantoso olor a sangre. Con indecible angustia Clavel vió como su hijo desapareció en la siniestra puerta, como tragado por unas oscuras fauces. En un supremo esfuerzo Clavelín alcanzó a dar vuelta la cabeza y mirar hacia atrás , donde estaba su madre, antes de ser empujado hacia adentro. Luego le tocó el turno a Clavel. Cuando traspuso el umbral, el olor a sangre le cortó el aliento. Trató de retroceder, pero lera inútil, ya habían cerrado la puerta. Quedó allí aterrorizada, escuchando los bramidos de dolor que rebotaban desde los muros y viendo por todas partes a otros animales que se revolcaban en el suelo, bañados en su propia sangre, mientras grupos de fornidos hombres descargaban sobre ellos sus mazos y abrían sus carnes vivas con afilados cuchillos.
De pronto Clavel descubrió a Clavelín, en un rincón de la lúgubre sala, colgado de sus patas, la cabeza casi en el suelo y retorciéndose aun débilmente, mientras la sangre se escapaba de su martirizado cuerpo.
Felizmente Clavel no tuvo mucho tiempo para contemplar a su hijo, a su pequeño Clavelín que había criado con tanta solicitud y cariño; de repente, un feroz golpe en la frente la hizo desplomarse en el suelo; después, sintió un agudísimo dolor que recorrió todo el cuerpo como si le hubiesen enterrado miles de clavos que destrozaban lentamente sus órganos, uno por uno, hasta llegar al corazón.
Instintivamente trató de incorporarse, pero un segundo mazazo la botó de nuevo y entonces se entregó a sus verdugos y a la lenta y dolorosa agonía que tenía preparada….
La historia de Clavel y Clavelín se repite todos los días, millones de veces, para que los hombre puedan saborear sus bistecks, sus escalopas y sus salchichas.
Muchos sostienen que la gran mayoría de la gente no probaría un pedazo más de carne, si tuviera que presenciar los actos que transforman a los seres vivos en material para el paladar humano.
“Mientras comamos carne, todos somo cómplices de las atrocidades que se cometen con los animales en los transportes, ferias y mataderos; y quién sabe si esa carne martirizada que incorporamos a nuestro organismo no nos incita a su vez a nuevas violencias y crueldades”
Éstas son palabras de Mahatma Gandhi quien, como muchos millones de hombres no sólo en la India, sino en todo el mundo, nunca comió carne.
¡Piensen un poco en Clavel y Clavelín y acuérdense de ellos cada vez que se sientan a la mesa…!
Godofredo Stutzin.
“Ese perpetuo devorar de cadáveres, ha traido al fin y a la postre la tristeza al festín de la vida. La tristeza mana siempre de la carne.” AMADO NERVO.