Espiíta fabuloso, amo seductor de la tranquilidad y el consuelo, reposo y la frescura; interruptor de la ociosidad o la meditación, atentador de la paz y el sosiego… duende de odio que abatiste una costumbre, una necesidad, un deleite, doblegando al hombre a la fatiga sin reparo, al calor sin mitigación, a la mente sin libredumbre, a la desazón sin calma…
Nuestras tierras del Sur; sierras, bosques, selva y mar, ríos caudalosos y arroyos risueños, feraz todo como la imaginación y la ansiedad del hombre; precipicio de pasiones, altitud de amor; lucha y lucha contra los elementos, contra el sol que calcina y el calor que agobia. Pulmones atormentados, gargantas insaciables, ánimos que se vencen impotentes, laxitud de músculos. El hombre busca sus remansos, y los hay en las casonas con sus correderas donde desfila un céfiro que alivia, las sombras caprichosas de los frondosos mangos, almendros, cocoteros, y algún viejo laurel perdido, viento perfumado que rompe el sereno espejo de alguna fuente tendida. Y todas las costas, las hamacas.
Ellas recogen el aura que se encierra en los cópulos invisibles de la atmósfera y la pasean en su vaivén de un lado al otro de nuestros cuerpos agradecidos. Ellas nos dan placidez y la ternura del tiempo. A la caída de la tarde, en el principio de la noche, el calor abruma y atenaza y sólo la brisa de la hamaca nos consuela cuando empieza a penetrar el furtivo frescor de la madrugada con el fino sereno cargado de balsámica humedad.
Las casas de la costa, casi todas, son de paredes muy altas, sin cuartos distribuidos en su interior. Un cuadrado o un rectángulo lo aposentan todo, y si esta simple disposición agregamos un brillante piso de cemento o de rojizos ladrillos, y un techo de tejas coloradas, ya se tiene una casa fresca y confortable. Poco exigentes, en una esquina puede ubicarse una sala y en la opuesta el dormitorio; pero si se es escrupuloso de la privacía, un pequeño cancel formado por bastidores y lona encalada puede satisfacerla. Más donde quiera que se viva, debe haber una hamaca, que es en todos sentidos lo más funcional y alentador.
Hace muchos años, costumbre de todo el Sureste, era el uso generalizado de las hamacas. Se hacía uso de ellas para descansar y dormitar en las siestas y para dormir lo más tranquilo posible por las noches. Más ocurrió que, en la costa de Chiapas, un día dejaron de dormir sobre el lecho tendido que se mece. Desde entonces, todos se hicieron de una cama o un simple catre; como el que escoge su propio tormento. La hamaca se abandonaba cuando el sueño arribaba bajo los párpados sudorosos.
¿Por qué ocurrió este cambio lógicamente inexplicable? En todos los poblados del Sureste, desde la punta del Caribe, Yucatán, Campeche, Tabasco y el resto de Chiapas y Oaxaca, la hamaca es útil día y noche. Lecho placentero y necesario. Pero en nuestra costa se enreda por sí misma enjuta y abandonada o se desprende de sus amarras por las noches. Una sucesión de acontecimientos inexplicables ocurridos a mucha gente, hizo nacer la sensación de algo sobrenatural. Una leyenda sirvió para advertir la razón de esta importuna abstención.
Fue a Vicente, un trabajador oaxaqueño que desempeñaba el cargo de caporal en el rancho ganadero de don Fidel, llamado “Las Brisas”, a quien le pasó algo inusitado. El rancho estaba situado cerca del mar, por ende ahora germina el cambio con el hallazgo de nuevos mantos petrolíferos.
Dormía solitario este buen hombre en una apartada cabaña de madera y troncos de palmeras con techadumbre de guano. Su cuerpo fatigado se tendía sobre la hamaca traída desde su nativo Juchitán.
Una noche como tantas hay en el lugar, estrelladas en el cielo y silenciosas en el espacio, cuando todos los rancheros reponían las energías gastadas durante las faenas del campo, un ser invisible y misterioso se dio la tarea de mecer al cansado Vicente, quien soñando en una brisa salpicante de frescura, dejaba transcurrir su sueño entre el sonido de trac-trac-trac que con su amable monotonía, al rozar de los mecates con las vigas de donde se suspende el aéreo lecho, arrulla al durmiente como madre cariñosa. Más un vendaval empezó a cambiar el ritmo de la noche. Azotó las hojas de las palmeras y sacudió el tallo de los arbustos y el tronco soñero de los árboles.
El frío el aire se metieron entre los huecos de la hamaca y abrazaron el cuerpo inerte del durmiente. Abrió los ojos con azoro y reparó con miedo que una fuerza misteriosa lo estaba meciendo; pero entonces con tal fuerza, que el roto compás se alteraba en violentos giros a punto de estrellarlo contra el techo, creyendo que alguien le hacía una maldad, con ira comenzó a dar gritos y proferir insultos.
Quería ver la cara del bromista compañero de trabajo, que no reparaba en respeto alguno. Más temiendo que pudiera ser arrojado contra el techo, se dejó caer presa del pánico. Eran más de las 12 de la noche. Los demás compañeros que dormían en placidez de una quietud bienhechora, despertaron alarmados al escuchar los gritos de Vicente.
Miraron por donde venían los gritos e improperios y vieron al amigo transido de coraje, con el machete en la mano diestra, lanzando al aire imaginarias cortadas, tajos de muerte a quien no existía. Una luz mortecina de un viejo quinqué con su bombilla de vidrio iluminaba entre sombras al iracundo Vicente con la boca llena de espuma y los ojos desorbitados.
- ¿Qué te pasa, Vicente? ¿Te has vuelto loco o acaso sueñas con una criatura del infierno? ¿A quién deseas matar, cuando estás solo con tu sombra?
- Al hijo de tal por cual que me tiró de la hamaca y que por un pleito me mata…
Después de un largo silencio, en que nadie se atrevía a hacer conjeturas, Vicente reflexionando agregó: Pero si es q no veo a nadie… ni ustedes lo ven… ni hemos visto salir a nadie después de caerme de la hamaca… o es un fantasma o es el dueño de este lecho de muerte de quien me lanzado de él, molesto por haberme metido entre estas cuerdas… no, no ha sido un ser humano…
Todos rieron de buena gana. Para disipar el miedo que todos disimulaban, abrieron una botella de comiteco y libraron hasta la llegada el alba, que señalaba la hora primera de la faena.
Hechos iguales volvieron a suceder en una y otra estancia. La creencia de un ser fantasmal dio nacimiento a mil conjeturas del más allá. Alguien había muerto mientras lo mecían en una hamaca y había vuelto a vengarse de todos los que se arrullaban en el tendido lecho. El duende se llamó, aquel fenómeno deletéreo, nacido del más allá. De vaquería, como reguero de pólvora, corrió la versión acaso deformada, en mucho por la imaginación. De las rancherías pasó a los pueblos y ciudades.
Hubo quien diera señales de haberlo visto y adornó en su magín sus características: Alto y delgado, como todo se que deambula por el mundo de las fantasías; quién, que no solo no era alto sino pequeñito como un enano o más grande que un gnomo, como en lo viejos cuentos del Medievo. Otro que había platicado él y recogido la advertencia de que en las noches no consentiría que nadie durmiera en hamaca. Estas debieran estar vacías, porque allí posaban incorpóreos seres que en la vida sobrenatural, extrañaban la caricia de sus vaivenes.
Desde entonces, cuando alguien permanece más tiempo del que la tarde tolera, se le advierte que será lanzado de la hamaca por el duende. Las madres asustaron a sus pequeños hijos con las narraciones de esta aparición fantástica. De tajo se cortó el viejo hábito. Y la tradición arrastra la conseja y el temor, en una nueva costumbre: las hamacas por la noche se quedan, en la costa de Chiapas, vacías. La llenan los espíritus…
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