Las calles eran empedradas, con una línea central y otras transversales que formaban los «cajones»; las aceras eran de ladrillo de piedra laja. La accidentada topografia de la población hacía que cuando llovía fuerte bajara una «creciente» que cubría la calle, de banqueta a banqueta, que muchas personas, sobre todo los zapateros, aprovechaban parar arrojar la basura acumulada durante semanas. Esto hacía que en mi barrio se obstruyera el desague que mis primos, algunos de mis amigos y yo llamábamos ingenuamente «el hoyo de tía Elenita».
No había red de distribución de agua ni drenaje de aguas negras; el agua se llevaba a las casas en barriles transportados por burritos equipados con un aparejo especial; cada animal cargaba cuatro barriles. Las amas de casa hablaban de un consumo de tantos más cuantos burros de agua a la semana.
Las aguas pluviales se desalojaban por albañales que desembocaban a las calles o a los predios colindantes, lo que ocasionaba frecuentes diputas entre vecinos. Muchas casas tenían comunes, algunos eran de fosa y otros de cuch; en las casas más ppobres todo el traspatio o «sitio» era una amplia y ventilada letrina.
Las abuelas hablaban todavía del Dr. Román; El Dr. Cancino estaba cambiando su residencia a San Cristóbal y el Dr. Tovar hacía desesperados esfuerzos por cobrar a sus pacientes morosos las «ditas» que habían contraído con él por sus servicios, pues estaba a punto de abandonar Comitán para radicarse en Gómez Palacio, Durango
El joven Dr. Esponda recorría la ciudad, para visitar a sus pacientes, montando un hermoso y bien cuidado caballo, equipado con albardón; era el médico más popular. El Dr. Guillén tenía fama de ser el más «malcriado». Los desntistas eran poco conocidos; sospecho que no tenían suficiente clientela. Mijangos, Alfonzo y Ortiz, entre otros, eran brillantes estudiantes de medicina y visiaban la ciudad durante las vacaciones, en los meses de diciembre y enero.
Cuando se abrieron los templos al culto, me sorpredió ver los nombres de linajudas familias escritos con letras negras en los respaldos de las bancas, principalmente en la parroquia de Santo Domingo. Mi mamá y mi abuela me explicaron que eso se debía a que dichas familias las habían «donado», pero a mí me parecía un derecho de apartado. Algunos años después, un inteligente seminarista convertido en sacerdote hizo borrar los letreros y se ganó mi profunda admiración.
Los niños solíamos enfermar de empacho, enlechadura, lombrices, incordio, pasmo y mald e ojo; cuando la cosa era grave se trataba de fiebre intestinal. Los adultos padecían del hígado, cólicos misereres, fríos, fiebre y algunas enfermedades «incurables» como la tuberculosis y el cangro.
El agua de hinojo era una panacea, le seguía el agua de manzanilla y el agua de malva era muy buena para las enemas. Las malas noticias, sustos o alegrías muy intensas iban seguidas de un draque; si no era posible, de agua de hinojo y en último caso recurría al agua de brasa. El dolor de estómoago se curaba con confortantes hechos de semitas repulgadas impregnadas con aguardiente; el mal de corazón se curaba con obleas coloradas. Otra panacea era el aceite castor pues lo mismo se admnistraba a un enfermo de paludismo que a alguien que se había fracturado un hueso. La «cruda» se curaba con soaas que prepraban los boticarios.
Era normal tomar café con pan al levantarse, almorzar a las 10, tomar dos plátanos y un vaso de pozol a las 12, comer a las 3 de la tarde, tomas más café con pan a las 6, cenar a las 8 de la noche e ingerir bicarbonato a las 10.
Se comía dulce de garbanzo, «alfiniques», turuletes, obleas, africanos, acitrones, caramelos, trompadas, turrones, barquillos y los chimbos eran de pura yema de huevo. Con 5 ó 10 centavos se podían comprar chulules, pacuyes, colconabes, manía, cuajilotes y alcanzaba para «dulces extranjeros». Si uno no disponía ni de un centavo, bastaba dar un paseo por las orillas de la población y recoger mambimbo, chulucchán, sal de venado y tilihuet en cantidades suficientes, para saciar la insaciable voracidad de cualquier muchachito.
Santa Claus se llamaba «El viejito de la Noche Buena»; los delantales gabachas; el circo la maroma y era de uso común palabras tales como azafate, aguamaniel, balde, gaveta, batea, artesa, garlo y otras que casi han desaparecido del léxico comiteco.
Estaba a punto de ser demolido el «Cine Olimpia» y ser substituido por el flamante «Belisario Domínguez» que tenía luneta, plateas, palcos y galería y un flamante equipo Vita Phone de cine sonoro o «vitáfono», como le llamábamos
Las familis ricas poseían victrolas; el tocar una vez un disco de 78rpm grueso como memela requería el cambio de aguja y esto resultaba car. Estas mismas familias adquirieron los primeros radios e hicieron las costosas instalaciones de tierra y antena aérea necesarias para poder escuchar con tada claridad de las 7 de la noche en adelante la estática que transmitía la «estacion» desde la ciudad de México.
Los conjuntos musicales tocaban una marimbade ocho octavas, una requinta de cuatro y media, un violón o bajo; algunos tenían batería también y nada más. Las serenatas empezaban con un paso doble para despertar a la novia. Los enamorados vivían sus romances con las melodías en boga: azul, concha nácar, plamera, fruta verde, lamento borincano y otras muchas de dulce melodía y poética letra.
Podría decirse con más precisión que se trata de la década de 1930 a 1940, pero sonaría como un informe técnico o como acta y no como los gratos recuerdos de mi niñez que transcurrió feliz en Comitán, entre su gente y sus costumbres.